miércoles, noviembre 09, 2005

París, Buenos Aires


Foto: Olmo Calvo Rodríguez/ANRed

Por Mempo Giardinelli

Terminó la cumbre marplatense y lo que queda son dos cosas: por un lado, el rechazo al acuerdo que venía a imponer el Sr. Bush. Sobreactuado, como casi todo lo que hace nuestro Presidente, pero rechazo al fin. No es poco si se mira nuestra historia reciente, pero es solamente eso: retórica. Al revés de Brasil, cuyo presidente prefirió sonreir y hacerse el distraído, para luego recibir al amo a solas y negociar a conveniencia.
Y por el otro lado, queda la violencia. Esa tara que Mariano Grondona abordó el domingo en un patético debate con dos dirigentes de Quebracho. Esa misma que los diarios Clarín y La Nación erradicaron de sus páginas con velocidad de rayo, acaso inducidos por algún poder supremo para negar que está instalada entre nosotros.
Pero las fotografías de esa barbarie son más expresivas que los 30 presidentes saludando en la Rambla. Porque muestran una violencia perfectamente organizada que es menester, y urgente, detener. Claro que no será con silencio o negación como se la desvirtúe.
Por eso ya no alcanza con que Aníbal Fernandez haga gala de sus explicaciones de los días después, mientras cretinos dizque con ideología destrozan no sólo los bienes sino también la fe pública en la Democracia. Después de Haedo y Avellaneda, y sobre todo después de esta Cumbre, la ciudadanía no puede menos que preguntarse por qué la parálisis policial.
Y las posibles respuestas son todas duras: si el gobierno apostó a no tener muertos, sus propios Kosteki y Santillán, y para eso dejó que los violentos hicieran su numerito, estaríamos ante una actitud cuestionable por especulativa y peligrosa. Si, en cambio, dejó hacer a sus policías por falta de reflejos u otras ineptitudes, la cosa sería igualmente grave. Y si acaso los mantuvo paralizados por temor al descontrol de algunas bestias discípulas del magisterio de Ramón Camps y Miguel Etchecolatz, la cosa sería alarmante.
La telebasura y las primeras planas se llenaron —también sugestivamente— de escenas de violencia en la primermundista París. Allí, en el luminoso corazón de Europa, forajidos maghrebíes, negros y musulmanes casi todos, salen como ratas de sus cuevas (primermundistas, pero cuevas al fin) a protestar con un resentimiento igualito al de nuestras pampas.
También ellos arrasan con bancos, autos, negocios y policías (que sin embargo allá los enfrentan). Y el espectáculo —sólo capaz de calmar a algunas almitas que se consuelan pensando que “allá pasa lo mismo”— siendo tan sobrecogedor como el de nuestros vándalos en Mar del Plata, en realidad es similar sólo en un punto: en que las causas son las mismas.
Las causas de la violencia, o sea todo aquello que provoca el resentimiento fenomenal de muchos y el oportunismo ideológico de unos pocos miserables que con disfraz de ultraizquierda sirven a la ultraderecha. Ésa que en apariencia se escandaliza, y escribe cartas y análisis en La Nación, pero en el fondo se regodea porque para ellos la violencia es el único camino para volver a ser gobierno.
Los destrozos en la Avenida Colón de Mar del Plata enseñan, a simple vista, cómo opera la violencia sobre grupos o comunidades cuyos intereses son afectados de manera tan agresiva y traumática. No es sólo que el delito encuentra campo propicio, sino que saca a la superficie los sentimientos y discursos más reaccionarios y cretinos que anidan en toda sociedad.
Entonces, de lo que hay que hablar es de las causas. O de la única gran causa que produce estos episodios repudiables: la altísima concentración del producto interno. O en criollo: la pésima distribución de la riqueza.
No es revolucionario el mero aplauso al señor Chávez. Tampoco lo es despotricar contra el FMI mientras se paga millón sobre millón para calmar los nervios del señor Rato. Lo revolucionario, en todo caso, sería dar vuelta la tortilla: los ricos un poco menos ricos, y los pobres, los resentidos, accediendo a una vida más digna: la que proviene del trabajo honrado y seguro. En París, Buenos Aires, Mar del Plata o donde sea.
Se puede. Perfecta y rápidamente se puede. Sólo falta decisión política.

Revista DEBATE, Nº 139. Jueves 10 de noviembre de 2005.

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